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Simón Mesa Soto y la ambición de Un poeta

En 2025, Simón Mesa Soto vuelve a poner a Medellín en el mapa cinéfilo con Un poeta, su segundo largometraje. La película —presentada en Un Certain Regard y ganadora del Premio del Jurado en Cannes— se instala en la frontera entre la risa amarga y el desconsuelo, allí donde un artista envejece a la sombra de su propio desencanto. El resultado es una obra que mira a la ciudad con cariño y dureza a la vez, y que confirma a Mesa Soto como una de las voces más personales del cine colombiano reciente.

El protagonista, Óscar Restrepo, es un poeta que nunca alcanzó la gloria. Vive aferrado a un pasado que ya no existe y a una bohemia que lo devora, hasta que conoce a Yurlady, una adolescente con un talento genuino para la escritura. Ese vínculo —a medio camino entre el impulso generoso y la necesidad de redimirse— empuja el relato: al querer “formar”, Óscar también intenta corregirse, aunque arrastre consigo los vicios y cegueras del mundillo literario. La película cuenta con una ligereza engañosa: hay humor, sí, pero cada chispazo revela un fondo melancólico.

Mesa Soto filma Medellín como un territorio emocional. Las calles, las voces y los interiores respiran la textura de una ciudad que sostiene y asfixia a la vez; no es postal, es memoria viva. Esa fisicidad encuentra un aliado en la imagen en Super 16 mm, cuya rugosidad aporta cercanía y rescata la belleza de lo cotidiano sin pulir sus aristas. No es un capricho estético: el grano dialoga con la biografía rota de Óscar y con la fragilidad de Yurlady al ser empujada a un ecosistema voraz.

El tono tragicómico es uno de los hallazgos más nítidos. Críticos internacionales han leído "Un poeta como un retrato ácido y entrañable” del artista mínimo, una fábula sobre el intento de llevar una vida creativa en circunstancias poco propicias. La película ríe con su personaje, no de él; cuando la carcajada aparece, lo hace desde la empatía, como quien reconoce el ridículo propio. Esa mezcla de sátira y compasión sostiene la película de principio a fin.

El elenco se apoya en rostros que desarman la pose. Ubeimar Ríos encarna a Óscar con una naturalidad que evita el cliché del “poeta maldito”, mientras Rebeca Andrade compone una Yurlady luminosa pero alertada, más astuta de lo que sus mayores suponen. La presencia de Guillermo Cardona aporta una ironía seca que vertebra varias escenas. Todo funciona mejor porque la cámara de Mesa Soto sabe cuándo retirarse: observa, espera, escucha.

El subtexto no se esconde. En entrevistas, el director ha explicado que la película nace del miedo al fracaso creativo y del retrato de artistas que, en medio de la violencia y la precariedad, quedaron atrapados en la bohemia y el alcohol. Ese trasfondo no se convierte en discurso; opera como corriente subterránea que matiza la comedia y evita el romanticismo del perdedor. La ciudad, entonces, no solo es ambiental: explica decisiones, heridas y fugas.

Más allá del circuito festivalero, Un poeta consolidó su visibilidad al convertirse en la representante de Colombia al Óscar en 2025, un gesto que confirma su potencia simbólica y su capacidad para dialogar con públicos diversos. En un año cargado de títulos prestigiosos, el envío colombiano subraya que la película trasciende la anécdota del “poeta fracasado” para hablar —con humor y ternura— de cómo envejecen los sueños.

Verla en sala importa. El grano del Super 16, la proximidad de los rostros y una banda sonora que entra sin imponerse reclaman oscuridad compartida y silencio atento. Un poeta no busca moralejas; propone una pregunta incómoda y hermosa: ¿qué hacemos con lo que no salió como esperábamos? En su respuesta, Medellín suena a poema imperfecto y, por eso, inolvidable.

Walter Meneses

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